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Observatorio de Relaciones Internacionales y Derechos Humanos

A 50 años del Acta de Helsinki: de los derechos humanos a los grandes desafíos actuales
La mayor parte de los conferencistas en la Finlandia de 2025 concuerdan en que lo expresado 50 años atrás debe mantenerse, que los derechos humanos son relevantes, que el diálogo es primordial, que seguridad individual y seguridad del Estado van de la mano, y que la resolución de conflictos debe ser por vía pacífica.
Por Ignacio E. Hutin
El mundo era muy distinto a finales de julio de 1975, cuando 35 Estados, casi todos los existentes en Europa por entonces, además de Estados Unidos y Canadá, firmaron el Acta Final de Helsinki. El acuerdo tenía por objetivo sentar bases consensuadas que trascendieran las fronteras ideológicas de la Guerra Fría y habilitaran la creación de una plataforma de diálogo diplomático amplio y con normas claras para promover la seguridad y la cooperación entre Estados: diez puntos que incluían el respeto a los derechos humanos (entre ellos, la libertad de opinión, expresión y conciencia), a la integridad territorial y a la autodeterminación de los pueblos, la no intervención en los asuntos internos de otros Estados, y el compromiso de resolver disputas pacíficamente. Los desafíos han evolucionado en las últimas cinco décadas y el aniversario constituye una buena oportunidad para reflexionar y alcanzar algunas conclusiones.
La Conferencia Helsinki+50, llevada a cabo en la capital de Finlandia, convocó a representantes de Estados y de organizaciones no gubernamentales que, en términos generales, coincidieron en no pocos puntos. No es difícil llegar a consensos cuando se trata de evaluar retrospectivamente los logros. Hace 50 años, incluso los gobiernos represivos de Europa oriental se comprometieron a respetar los derechos civiles y esa firma dio pie a la creación de numerosas organizaciones que, poco a poco, contribuyeron a la caída de estos regímenes: Carta 77, en Checoslovaquia; Solidaridad, en Polonia; Iniciativa por la Paz y los Derechos Humanos, en Alemania Oriental; o los distintos Grupos de Helsinki, en la Unión Soviética. Hoy Europa es más democrática y más libre que hace 50 años.
Aquel acuerdo no se trató tan sólo de recalcar el respeto al derecho internacional (si, al fin y al cabo, los diez puntos de Helsinki ya figuraban en la Carta de Naciones Unidas), sino también la necesidad de poner el foco en los individuos, en la sociedad civil. Como definió Alexander Stubb, presidente de Finlandia, a 50 años de aquella firma: “la Conferencia de Yalta, sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, se basó en la idea de ganadores y perdedores, y en las esferas de interés de las grandes potencias. Pero Helsinki no: la cooperación debía construirse sobre los principios del diálogo y de respeto mutuo”. El paradigma era distinto y la idea fue construir puentes, no confrontar. Tanto es así que ni siquiera se mencionó entonces la palabra “democracia”.
Con el final de la Guerra Fría, Helsinki dio pie a la creación de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), que hoy fomenta el diálogo, las prácticas democráticas, la tolerancia hacia minorías y ofrece asistencia técnica y asesoramiento imparcial para el establecimiento de normas institucionales claras al interior de los distintos Estados miembro. Además, ha ayudado a alcanzar la estabilidad en escenarios de postconflicto en Balcanes o el Cáucaso.
Sí, claro que hubo logros, pero, cinco décadas después, el escenario global ha cambiado radicalmente. Si entonces el carácter rupturista de los acuerdos consistió en comenzar a entender a la seguridad en forma amplia, centrada en los ciudadanos y sus derechos, y no sólo en el Estado, hoy esta noción es cuestionada. Hoy la seguridad vuelve a basarse en la proyección de poder sobre otros países y la disyuntiva empieza a ser entre Yalta y Helsinki. Los peligros más tradicionales, aquellos que parecían haber sido superados (o, al menos, limitados) en Europa, regresan ahora que, en medio del continente, hay un conflicto bélico interestatal tras una invasión. Se suman nuevas amenazas a la seguridad: el cambio climático, los ataques híbridos, el uso de inteligencia artificial para esparcir desinformación, el extremismo religioso y político, y los riesgos de la migración masiva. Además, como señala Kevin Casas Zamora, político costarricense y director del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, la desigualdad pone en jaque a la democracia porque “estamos presenciando una concentración de poder sin control en manos privadas nunca antes vista. Esta situación extrema nos obliga a pensar en medidas extremas de regulación”.
Los viejos dos campos ideológicos de la Guerra Fría se han fragmentado en numerosos espacios cada vez más distantes e incompatibles entre sí. Las reglas se debilitan, las instituciones pierden peso, los acuerdos se desmantelan, los conflictos estallan con mayor frecuencia, la insatisfacción lleva a reclamar cambios radicales y a descreer de los logros pasados. En esta incertidumbre, no es extraño que cada vez sean más aquellos que buscan orden, estabilidad, previsibilidad, y creen encontrar respuestas en posiciones crecientemente autoritarias.
Al mismo tiempo, pasan a predominar los acuerdos bilaterales ad hoc por sobre el multilateralismo, las gestiones transaccionales por sobre las normas internacionales y los dobles estándares por sobre la coherencia en la aplicación del derecho internacional, mientras la democracia parece estar en jaque en cada vez más rincones de Europa. Federico Borello, director de Human Rights Watch, destaca que son falsas las dicotomías que llevan a reducir gastos sociales para incrementar los gastos en defensa, y recuerda que “cinco miembros de la Unión Europea, incluida Finlandia, se han retirado del histórico tratado internacional que prohíbe las minas terrestres antipersonales. Esto pone en peligro a sus propios civiles y a otras personas, no solo en tiempos de guerra”. Como apunta Feridun Sinirlioğlu, presidente de la OSCE, “la seguridad no puede garantizarse únicamente mediante la disuasión militar, porque esto conduce a una carrera armamentista”.
¿Cómo actuar, entonces, ante este escenario cambiante? ¿Es aún la OSCE relevante, si no pudo evitar la invasión de Rusia a Ucrania? ¿Qué es lo que se hizo mal, en qué se falló? ¿Continúan vigentes aquellos diez puntos de hace cincuenta años, ahora que la inestabilidad predomina? La organización no tiene fuerza de imposición, no puede castigar a quien no cumpla con los mandatos originales. Tampoco puede expulsar miembros y, de hecho, Rusia incluso cuenta con capacidad de veto y la ha utilizado recientemente. En esta extraña etapa de transición, Helsinki enfrenta cada vez más cuestionamientos.
Si aquellos acuerdos de 1975 estaban basados en el diálogo entre posturas radicalmente opuestas, vale preguntarse si hoy vale la pena o si es necesario mantener conversaciones con quienes orgullosamente rompen los compromisos asumidos hace medio siglo. Ese no es un debate sencillo. ¿Debieron los miembros de la OSCE responder a las demandas rusas antes de que Moscú invadiera a sus vecinos? Y, en tal caso, ¿hubiera eso evitado las muertes de miles de personas en Ucrania? Hay quien podría responder que corresponde ser tajante y expulsar de la mesa de diálogo a quien viole sistemáticamente los derechos humanos. Pero eso puede ser contraproducente al quitar la posibilidad de un cambio. Martin Palouš, ex disidente en la entonces Checoslovaquia, recuerda que “seguramente hay otros rusos, muchos, en la misma situación en la que estábamos los miembros de Carta 77 en nuestros tiempos. Tenemos que ayudar a esos rusos a encontrar su lugar en la mesa internacional”.
Las preguntas se suceden y las respuestas son pocas. La mayor parte de los conferencistas en la Finlandia de 2025 concuerdan en que lo expresado 50 años atrás debe mantenerse, que los derechos humanos son relevantes, que el diálogo es primordial, que seguridad individual y seguridad del Estado van de la mano, que la resolución de conflictos debe ser por vía pacífica ¿Entonces? ¿Cómo garantizar que aquellos diez puntos no se conviertan en meras palabras bonitas en los próximos años, si es que no lo son ya? Los problemas de la democracia no pueden resolverse por vías no democráticas. Y la misma OSCE, con sus nobles aspiraciones y sus indudables logros, hoy está restringida por posiciones políticas discordantes y limitada por un presupuesto anual que ni siquiera se aprueba desde 2021.
¿Se puede ser optimista en este contexto? La abogada ucraniana Oleksandra Matviichuk, directora del Centro para las Libertades Civiles, organización ganadora del Premio Nobel de la Paz en 2022, tiene una respuesta: sin poner de lado a las instituciones, “todavía podemos confiar en los individuos: la gente común tiene más poder del que imagina”. La sociedad civil y el entusiasmo de generaciones jóvenes más interconectadas que nunca pueden implicar un cambio positivo, pero es necesario allanar el terreno para que surjan y prosperen iniciativas nuevas. Sin libertad de acción y sin coherencia institucional, de poco servirán estos debates. Y, claro, también hace falta presupuesto. Es por esto que la conferencia por el 50° aniversario de los Acuerdos de Helsinki cerró con la presentación de un nuevo fondo común para apoyar este tipo de iniciativas.
Hoy, como señala la Ministra de Asuntos Exteriores de Finlandia, Elina Valtonen, es necesario contar con la suficiente humildad como para reconocer la magnitud de los importantes desafíos, pero también con la suficiente determinación para saber que aún es posible marcar una diferencia. Pero, para eso, los líderes de la OSCE y de las organizaciones de la sociedad civil deben trabajar en conjunto, y asumir la responsabilidad de combatir las violaciones a los principios que se firmaron hace medio siglo en aquella capital nórdica de Guerra Fría.
Ignacio E. HutinInvestigador AsociadoMagíster en Relaciones Internacionales (USAL, 2021), Licenciado en Periodismo (USAL, 2014) y especializado en Liderazgo en Emergencias Humanitarias (UNDEF, 2019). Es especialista en Europa Oriental, Eurasia post soviética y Balcanes y fotógrafo (ARGRA, 2009). Becado por el Estado finlandés para la realización de estudios relativos al Ártico en la Universidad de Laponia (2012). Es autor de los libros Saturno (2009), Deconstrucción: Crónicas y reflexiones desde la Europa Oriental poscomunista (2018), Ucrania/Donbass: una renovada guerra fría (2021) y Ucrania: crónica desde el frente (2021).
El mundo era muy distinto a finales de julio de 1975, cuando 35 Estados, casi todos los existentes en Europa por entonces, además de Estados Unidos y Canadá, firmaron el Acta Final de Helsinki. El acuerdo tenía por objetivo sentar bases consensuadas que trascendieran las fronteras ideológicas de la Guerra Fría y habilitaran la creación de una plataforma de diálogo diplomático amplio y con normas claras para promover la seguridad y la cooperación entre Estados: diez puntos que incluían el respeto a los derechos humanos (entre ellos, la libertad de opinión, expresión y conciencia), a la integridad territorial y a la autodeterminación de los pueblos, la no intervención en los asuntos internos de otros Estados, y el compromiso de resolver disputas pacíficamente. Los desafíos han evolucionado en las últimas cinco décadas y el aniversario constituye una buena oportunidad para reflexionar y alcanzar algunas conclusiones.
La Conferencia Helsinki+50, llevada a cabo en la capital de Finlandia, convocó a representantes de Estados y de organizaciones no gubernamentales que, en términos generales, coincidieron en no pocos puntos. No es difícil llegar a consensos cuando se trata de evaluar retrospectivamente los logros. Hace 50 años, incluso los gobiernos represivos de Europa oriental se comprometieron a respetar los derechos civiles y esa firma dio pie a la creación de numerosas organizaciones que, poco a poco, contribuyeron a la caída de estos regímenes: Carta 77, en Checoslovaquia; Solidaridad, en Polonia; Iniciativa por la Paz y los Derechos Humanos, en Alemania Oriental; o los distintos Grupos de Helsinki, en la Unión Soviética. Hoy Europa es más democrática y más libre que hace 50 años.
Aquel acuerdo no se trató tan sólo de recalcar el respeto al derecho internacional (si, al fin y al cabo, los diez puntos de Helsinki ya figuraban en la Carta de Naciones Unidas), sino también la necesidad de poner el foco en los individuos, en la sociedad civil. Como definió Alexander Stubb, presidente de Finlandia, a 50 años de aquella firma: “la Conferencia de Yalta, sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, se basó en la idea de ganadores y perdedores, y en las esferas de interés de las grandes potencias. Pero Helsinki no: la cooperación debía construirse sobre los principios del diálogo y de respeto mutuo”. El paradigma era distinto y la idea fue construir puentes, no confrontar. Tanto es así que ni siquiera se mencionó entonces la palabra “democracia”.
Con el final de la Guerra Fría, Helsinki dio pie a la creación de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), que hoy fomenta el diálogo, las prácticas democráticas, la tolerancia hacia minorías y ofrece asistencia técnica y asesoramiento imparcial para el establecimiento de normas institucionales claras al interior de los distintos Estados miembro. Además, ha ayudado a alcanzar la estabilidad en escenarios de postconflicto en Balcanes o el Cáucaso.
Sí, claro que hubo logros, pero, cinco décadas después, el escenario global ha cambiado radicalmente. Si entonces el carácter rupturista de los acuerdos consistió en comenzar a entender a la seguridad en forma amplia, centrada en los ciudadanos y sus derechos, y no sólo en el Estado, hoy esta noción es cuestionada. Hoy la seguridad vuelve a basarse en la proyección de poder sobre otros países y la disyuntiva empieza a ser entre Yalta y Helsinki. Los peligros más tradicionales, aquellos que parecían haber sido superados (o, al menos, limitados) en Europa, regresan ahora que, en medio del continente, hay un conflicto bélico interestatal tras una invasión. Se suman nuevas amenazas a la seguridad: el cambio climático, los ataques híbridos, el uso de inteligencia artificial para esparcir desinformación, el extremismo religioso y político, y los riesgos de la migración masiva. Además, como señala Kevin Casas Zamora, político costarricense y director del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, la desigualdad pone en jaque a la democracia porque “estamos presenciando una concentración de poder sin control en manos privadas nunca antes vista. Esta situación extrema nos obliga a pensar en medidas extremas de regulación”.
Los viejos dos campos ideológicos de la Guerra Fría se han fragmentado en numerosos espacios cada vez más distantes e incompatibles entre sí. Las reglas se debilitan, las instituciones pierden peso, los acuerdos se desmantelan, los conflictos estallan con mayor frecuencia, la insatisfacción lleva a reclamar cambios radicales y a descreer de los logros pasados. En esta incertidumbre, no es extraño que cada vez sean más aquellos que buscan orden, estabilidad, previsibilidad, y creen encontrar respuestas en posiciones crecientemente autoritarias.
Al mismo tiempo, pasan a predominar los acuerdos bilaterales ad hoc por sobre el multilateralismo, las gestiones transaccionales por sobre las normas internacionales y los dobles estándares por sobre la coherencia en la aplicación del derecho internacional, mientras la democracia parece estar en jaque en cada vez más rincones de Europa. Federico Borello, director de Human Rights Watch, destaca que son falsas las dicotomías que llevan a reducir gastos sociales para incrementar los gastos en defensa, y recuerda que “cinco miembros de la Unión Europea, incluida Finlandia, se han retirado del histórico tratado internacional que prohíbe las minas terrestres antipersonales. Esto pone en peligro a sus propios civiles y a otras personas, no solo en tiempos de guerra”. Como apunta Feridun Sinirlioğlu, presidente de la OSCE, “la seguridad no puede garantizarse únicamente mediante la disuasión militar, porque esto conduce a una carrera armamentista”.
¿Cómo actuar, entonces, ante este escenario cambiante? ¿Es aún la OSCE relevante, si no pudo evitar la invasión de Rusia a Ucrania? ¿Qué es lo que se hizo mal, en qué se falló? ¿Continúan vigentes aquellos diez puntos de hace cincuenta años, ahora que la inestabilidad predomina? La organización no tiene fuerza de imposición, no puede castigar a quien no cumpla con los mandatos originales. Tampoco puede expulsar miembros y, de hecho, Rusia incluso cuenta con capacidad de veto y la ha utilizado recientemente. En esta extraña etapa de transición, Helsinki enfrenta cada vez más cuestionamientos.
Si aquellos acuerdos de 1975 estaban basados en el diálogo entre posturas radicalmente opuestas, vale preguntarse si hoy vale la pena o si es necesario mantener conversaciones con quienes orgullosamente rompen los compromisos asumidos hace medio siglo. Ese no es un debate sencillo. ¿Debieron los miembros de la OSCE responder a las demandas rusas antes de que Moscú invadiera a sus vecinos? Y, en tal caso, ¿hubiera eso evitado las muertes de miles de personas en Ucrania? Hay quien podría responder que corresponde ser tajante y expulsar de la mesa de diálogo a quien viole sistemáticamente los derechos humanos. Pero eso puede ser contraproducente al quitar la posibilidad de un cambio. Martin Palouš, ex disidente en la entonces Checoslovaquia, recuerda que “seguramente hay otros rusos, muchos, en la misma situación en la que estábamos los miembros de Carta 77 en nuestros tiempos. Tenemos que ayudar a esos rusos a encontrar su lugar en la mesa internacional”.
Las preguntas se suceden y las respuestas son pocas. La mayor parte de los conferencistas en la Finlandia de 2025 concuerdan en que lo expresado 50 años atrás debe mantenerse, que los derechos humanos son relevantes, que el diálogo es primordial, que seguridad individual y seguridad del Estado van de la mano, que la resolución de conflictos debe ser por vía pacífica ¿Entonces? ¿Cómo garantizar que aquellos diez puntos no se conviertan en meras palabras bonitas en los próximos años, si es que no lo son ya? Los problemas de la democracia no pueden resolverse por vías no democráticas. Y la misma OSCE, con sus nobles aspiraciones y sus indudables logros, hoy está restringida por posiciones políticas discordantes y limitada por un presupuesto anual que ni siquiera se aprueba desde 2021.
¿Se puede ser optimista en este contexto? La abogada ucraniana Oleksandra Matviichuk, directora del Centro para las Libertades Civiles, organización ganadora del Premio Nobel de la Paz en 2022, tiene una respuesta: sin poner de lado a las instituciones, “todavía podemos confiar en los individuos: la gente común tiene más poder del que imagina”. La sociedad civil y el entusiasmo de generaciones jóvenes más interconectadas que nunca pueden implicar un cambio positivo, pero es necesario allanar el terreno para que surjan y prosperen iniciativas nuevas. Sin libertad de acción y sin coherencia institucional, de poco servirán estos debates. Y, claro, también hace falta presupuesto. Es por esto que la conferencia por el 50° aniversario de los Acuerdos de Helsinki cerró con la presentación de un nuevo fondo común para apoyar este tipo de iniciativas.
Hoy, como señala la Ministra de Asuntos Exteriores de Finlandia, Elina Valtonen, es necesario contar con la suficiente humildad como para reconocer la magnitud de los importantes desafíos, pero también con la suficiente determinación para saber que aún es posible marcar una diferencia. Pero, para eso, los líderes de la OSCE y de las organizaciones de la sociedad civil deben trabajar en conjunto, y asumir la responsabilidad de combatir las violaciones a los principios que se firmaron hace medio siglo en aquella capital nórdica de Guerra Fría.
