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Análisis Sínico
Democracia al estilo chino
En un contexto de desconocimiento generalizado en América Latina sobre China, no es sólo que no existe nada parecido a una democracia al estilo chino; es que es un error creer que el modelo chino es mejor sólo porque puede ser más eficaz. Los sistemas democráticos no son infalibles ni perfectos porque su piedra angular son la libertad, los contrapesos, el respeto a la ley, la participación, la transparencia y los derechos humanos. Y la eficacia china proviene justamente de la ausencia de todos estos atributos.Por Juan Pablo Cardenal
El rifirrafe público protagonizado por Estados Unidos y China en la reciente cumbre bilateral celebrada en Alaska visibilizó de forma nítida que la cohabitación futura entre las dos potencias mundiales no sólo será muy difícil, sino que además podría escalar peligrosamente. Este escenario se intuye inevitable desde hace años, pues China, con su poderío económico y confianza en sus propias fuerzas, no acepta el escrutinio de nadie en cuestiones que otros países creen que les afectan pero que Pekín considera «asuntos internos»: desde sus prácticas comerciales y el ciberespionaje hasta los derechos humanos y la seguridad nacional, entre otros.
Que el desencuentro se hiciera evidente en la primera cita entre ambas potencias tras la llegada de Biden a la presidencia demuestra que éste difícilmente podrá rehuir la cuestión de fondo planteada, con respecto a China, por su predecesor. Podemos objetar sus formas, pero la esencia de lo que Trump puso sobre la mesa, es decir, que hay cuestiones estructurales en la relación de China con el resto del mundo que no están bien, es algo que viene de antiguo y que comparten gobiernos, instituciones y entidades políticas, económicas y sociales a lo largo y ancho del planeta. Y esa percepción, más aún en un contexto proclive a la idea de que la propagación mundial del Covid-19 se debió al encubrimiento de Pekín, no se va a evaporar tan fácilmente.
La cumbre de Anchorage escenificó claramente esa discordia, pues no se recuerda una crítica tan explícita, contundente y pública de Estados Unidos contra Pekín por su vulneración de los derechos humanos desde antes de la crisis financiera de 2008. Aunque los derechos humanos han sido tradicionalmente un eslabón débil del régimen chino, Washington optó a finales del mandato de Clinton por disociarlos de la relación comercial, quedando en la práctica mayormente desatendidos o fuera de agenda. Con esta y tantas otras concesiones a lo largo de las últimas cuatro décadas, EEUU y el resto del mundo desarrollado contribuyeron de forma decisiva al fortalecimiento de la China actual.
No es de extrañar, por tanto, que la delegación comunista no dudara en presentar en Alaska las credenciales de su modelo autoritario. Fue mucho más allá que escenificar la equivalencia moral del sistema político chino con las democracias. En un tono áspero, cuestionó la situación de los derechos humanos en EEUU y la salud de la propia democracia estadounidense, al tiempo que reprochó a Washington su uso de la fuerza militar, su hegemonía financiera internacional o que se erija –con el resto del bloque occidental– en representante del orden global. «Mucha gente en Estados Unidos tiene poca confianza en su democracia», observó; al contrario, el Partido Comunista tiene «un amplio respaldo del pueblo chino», sentenció.
Una enmienda a la totalidad a las democracias occidentales y una defensa a ultranza de un modelo chino que los diplomáticos comunistas no tuvieron reparo en presentar como una «democracia al estilo chino», una perversión lingüística evidente que sus medios de propaganda estatales tratan de difundir y normalizar. De hecho, la narrativa oficial china ha abandonado la discreción ideológica del pasado para insistir, cada vez con más frecuencia, en la superioridad del modelo chino sobre las democracias. Sus evidencias son su gestión de la pandemia, la supuesta erradicación de la pobreza en China y, en clave retrospectiva, la transición desde el maoísmo a segunda potencia económica del planeta. Todo ello apuntalado con un discurso por comparación ligado al desconcierto occidental durante la pandemia.
Precisamente, las conclusiones preliminares de un estudio de Global Americans y CADAL sobre desinformación y propaganda contenidas en las ediciones en español de los medios estatales chinos, arroja que Pekín aprovecha el desarrollo de su vacuna y sus logros económicos no sólo para posicionarse como una potencia científica y tecnológica emergente, sino para presentar también su sistema autoritario como un modelo de desarrollo y de gestión idóneo tanto para China como para el mundo en desarrollo. Del análisis de los contenidos y terminología de una selección representativa se deducen los esfuerzos de Pekín por divulgar una narrativa reconocible, seductora y adaptada a las audiencias latinoamericanas.
Por lo pronto, las menciones de las vacunas chinas suelen ir acompañadas de una terminología en positivo, asociándolas por tanto a vocablos como eficacia, seguridad, contribución, responsabilidad, liderazgo o bien público. Ello contrasta con la vinculación de las vacunas occidentales a palabras negativas como muerte, enfermedad, problema, reacción adversa, efectos secundarios, acaparamiento, nacionalismo o demora, que sirven para levantar sospechas sobre su eficacia y seguridad. Y no sólo para eso, pues partiendo de este eje propagandístico, los medios chinos despliegan –como correa transmisora del régimen comunista– un discurso ideológico destinado a embaucar al mundo en desarrollo.
Es un discurso envuelto en una retórica de cooperación perfectamente calculada y de indudable carga diplomática. Al relato oficial se incorporan otros términos como amistad, ayuda, generosidad, multilateralismo, donación, responsabilidad o compromiso, y eslóganes gubernamentales como comunidad de salud, futuro compartido para la humanidad o respeto mutuo. El régimen chino se posiciona de este modo como el aliado fiel de América Latina y como el líder del mundo en desarrollo frente a la hegemonía occidental, para lo cual exhibe la supuesta superioridad de su modelo para afrontar los retos actuales y futuros. Un modelo que Xi Jinping cree que «abre un camino nuevo para la modernización de otros países en desarrollo».
Un único ejemplo basta para desmontar la narrativa oficial china. En octubre del pasado año, China anunció su adhesión al programa COVAX, cuyo objetivo es promover la distribución justa y equitativa de las vacunas. Presentada mediáticamente como un hito y como prueba de la responsabilidad, solidaridad y compromiso de China en defensa del mundo en desarrollo, los medios chinos omitieron que el gobierno de Pekín se resistió durante meses a dicha adhesión y que, cuando a regañadientes ésta se produjo, 165 países ya lo habían hecho con anterioridad, incluido el bloque de países europeos. Circunstancia que, como tantas otras sobre China, pasó mayormente desapercibida.
En un contexto de desconocimiento generalizado en América Latina sobre China, sirva lo anterior para desconfiar de los cantos de sirena de la «democracia al estilo chino» que difunde la propaganda china. No es sólo que no existe nada parecido a una democracia al estilo chino; es que es un error creer que el modelo chino es mejor sólo porque puede ser más eficaz. Los sistemas democráticos no son infalibles ni perfectos porque su piedra angular son la libertad, los contrapesos, el respeto a la ley, la participación, la transparencia y los derechos humanos. Y la eficacia china proviene justamente de la ausencia de todos estos atributos.
Juan Pablo CardenalEditor de Análisis SínicoPeriodista y escritor. Entre 2003 y 2014 fue corresponsal en China de sendos diarios españoles, especializándose desde 2009 en la expansión internacional del gigante asiático. Desde entonces ha investigado dicho fenómeno en 40 países de 4 continentes al objeto de entender las consecuencias de las inversiones, infraestructuras y préstamos chinos en los países receptores. De dicha investigación han resultado tres libros, de los que es co-autor con otro periodista, entre ellos “La silenciosa conquista china” (Crítica, 2011) y “La imparable conquista china” (Crítica, 2015), traducidos a 12 idiomas. Desde 2016 ha dirigido proyectos de investigación para entender el poder blando chino y la estrategia de Pekín para ganar en influencia política en América Latina, lo que resultó en la publicación de varios informes. Ha impartido también conferencias en distintas instituciones internacionales y ha publicado capítulos sobre China en libros que abordan dichas temáticas, además de haber contribuido con sus análisis y artículos en El País, El Mundo, Clarín, The New York Times, Project Syndicate y el South China Morning Post, entre otros. Su última obra es “La Telaraña” (Ariel, 2020), que aborda la trama internacional de la crisis política en Cataluña.
El rifirrafe público protagonizado por Estados Unidos y China en la reciente cumbre bilateral celebrada en Alaska visibilizó de forma nítida que la cohabitación futura entre las dos potencias mundiales no sólo será muy difícil, sino que además podría escalar peligrosamente. Este escenario se intuye inevitable desde hace años, pues China, con su poderío económico y confianza en sus propias fuerzas, no acepta el escrutinio de nadie en cuestiones que otros países creen que les afectan pero que Pekín considera «asuntos internos»: desde sus prácticas comerciales y el ciberespionaje hasta los derechos humanos y la seguridad nacional, entre otros.
Que el desencuentro se hiciera evidente en la primera cita entre ambas potencias tras la llegada de Biden a la presidencia demuestra que éste difícilmente podrá rehuir la cuestión de fondo planteada, con respecto a China, por su predecesor. Podemos objetar sus formas, pero la esencia de lo que Trump puso sobre la mesa, es decir, que hay cuestiones estructurales en la relación de China con el resto del mundo que no están bien, es algo que viene de antiguo y que comparten gobiernos, instituciones y entidades políticas, económicas y sociales a lo largo y ancho del planeta. Y esa percepción, más aún en un contexto proclive a la idea de que la propagación mundial del Covid-19 se debió al encubrimiento de Pekín, no se va a evaporar tan fácilmente.
La cumbre de Anchorage escenificó claramente esa discordia, pues no se recuerda una crítica tan explícita, contundente y pública de Estados Unidos contra Pekín por su vulneración de los derechos humanos desde antes de la crisis financiera de 2008. Aunque los derechos humanos han sido tradicionalmente un eslabón débil del régimen chino, Washington optó a finales del mandato de Clinton por disociarlos de la relación comercial, quedando en la práctica mayormente desatendidos o fuera de agenda. Con esta y tantas otras concesiones a lo largo de las últimas cuatro décadas, EEUU y el resto del mundo desarrollado contribuyeron de forma decisiva al fortalecimiento de la China actual.
No es de extrañar, por tanto, que la delegación comunista no dudara en presentar en Alaska las credenciales de su modelo autoritario. Fue mucho más allá que escenificar la equivalencia moral del sistema político chino con las democracias. En un tono áspero, cuestionó la situación de los derechos humanos en EEUU y la salud de la propia democracia estadounidense, al tiempo que reprochó a Washington su uso de la fuerza militar, su hegemonía financiera internacional o que se erija –con el resto del bloque occidental– en representante del orden global. «Mucha gente en Estados Unidos tiene poca confianza en su democracia», observó; al contrario, el Partido Comunista tiene «un amplio respaldo del pueblo chino», sentenció.
Una enmienda a la totalidad a las democracias occidentales y una defensa a ultranza de un modelo chino que los diplomáticos comunistas no tuvieron reparo en presentar como una «democracia al estilo chino», una perversión lingüística evidente que sus medios de propaganda estatales tratan de difundir y normalizar. De hecho, la narrativa oficial china ha abandonado la discreción ideológica del pasado para insistir, cada vez con más frecuencia, en la superioridad del modelo chino sobre las democracias. Sus evidencias son su gestión de la pandemia, la supuesta erradicación de la pobreza en China y, en clave retrospectiva, la transición desde el maoísmo a segunda potencia económica del planeta. Todo ello apuntalado con un discurso por comparación ligado al desconcierto occidental durante la pandemia.
Precisamente, las conclusiones preliminares de un estudio de Global Americans y CADAL sobre desinformación y propaganda contenidas en las ediciones en español de los medios estatales chinos, arroja que Pekín aprovecha el desarrollo de su vacuna y sus logros económicos no sólo para posicionarse como una potencia científica y tecnológica emergente, sino para presentar también su sistema autoritario como un modelo de desarrollo y de gestión idóneo tanto para China como para el mundo en desarrollo. Del análisis de los contenidos y terminología de una selección representativa se deducen los esfuerzos de Pekín por divulgar una narrativa reconocible, seductora y adaptada a las audiencias latinoamericanas.
Por lo pronto, las menciones de las vacunas chinas suelen ir acompañadas de una terminología en positivo, asociándolas por tanto a vocablos como eficacia, seguridad, contribución, responsabilidad, liderazgo o bien público. Ello contrasta con la vinculación de las vacunas occidentales a palabras negativas como muerte, enfermedad, problema, reacción adversa, efectos secundarios, acaparamiento, nacionalismo o demora, que sirven para levantar sospechas sobre su eficacia y seguridad. Y no sólo para eso, pues partiendo de este eje propagandístico, los medios chinos despliegan –como correa transmisora del régimen comunista– un discurso ideológico destinado a embaucar al mundo en desarrollo.
Es un discurso envuelto en una retórica de cooperación perfectamente calculada y de indudable carga diplomática. Al relato oficial se incorporan otros términos como amistad, ayuda, generosidad, multilateralismo, donación, responsabilidad o compromiso, y eslóganes gubernamentales como comunidad de salud, futuro compartido para la humanidad o respeto mutuo. El régimen chino se posiciona de este modo como el aliado fiel de América Latina y como el líder del mundo en desarrollo frente a la hegemonía occidental, para lo cual exhibe la supuesta superioridad de su modelo para afrontar los retos actuales y futuros. Un modelo que Xi Jinping cree que «abre un camino nuevo para la modernización de otros países en desarrollo».
Un único ejemplo basta para desmontar la narrativa oficial china. En octubre del pasado año, China anunció su adhesión al programa COVAX, cuyo objetivo es promover la distribución justa y equitativa de las vacunas. Presentada mediáticamente como un hito y como prueba de la responsabilidad, solidaridad y compromiso de China en defensa del mundo en desarrollo, los medios chinos omitieron que el gobierno de Pekín se resistió durante meses a dicha adhesión y que, cuando a regañadientes ésta se produjo, 165 países ya lo habían hecho con anterioridad, incluido el bloque de países europeos. Circunstancia que, como tantas otras sobre China, pasó mayormente desapercibida.
En un contexto de desconocimiento generalizado en América Latina sobre China, sirva lo anterior para desconfiar de los cantos de sirena de la «democracia al estilo chino» que difunde la propaganda china. No es sólo que no existe nada parecido a una democracia al estilo chino; es que es un error creer que el modelo chino es mejor sólo porque puede ser más eficaz. Los sistemas democráticos no son infalibles ni perfectos porque su piedra angular son la libertad, los contrapesos, el respeto a la ley, la participación, la transparencia y los derechos humanos. Y la eficacia china proviene justamente de la ausencia de todos estos atributos.