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01-11-2021

La revolución cubana y el naufragio de las ideas redentoras

Desde mis actuales setenta y siete años, sobreviviente de la época oscura y los sueños truncos que me convirtieron en una herramienta del castrismo, sigo rumiando la experiencia más importante de mi vida –cuyos detalles narré en el libro “Furia ideológica y violencia en la Argentina de los 70”. Bajo el peso de esas lejanas experiencias, me habitué a mirar con pena y resignación el ciego egocentrismo de una juventud incapaz de percibir que los propósitos desinteresados y presuntamente altruistas no tienen existencia real.
Por Daniel Perez

La revolución cubana y el naufragio de las ideas redentoras

Sesenta y dos años después del cimbronazo mundial causado por la fallida, romántica y fugaz epopeya de la Sierra Maestra, ha llegado el momento, tal vez, de olvidar la gran ilusión que la revolución cubana sembró en nuestros corazones juveniles y analizarla a la luz de los hechos, preguntándonos, en primer lugar, cómo y por qué la promesa de libertad y abundancia derivó en la opresión y la miseria sin horizontes padecida por cuatro generaciones de cubanos. No es fácil reconocer que a pesar de nuestras buenas intenciones, el hecho de entregarnos en mayor o menor grado al romanticismo revolucionario contribuyó a la consolidación de la dictadura militar orwelliana que gobierna Cuba, perpetuada en el poder bajo la triple falacia, ya inocultable, de salud, educación y bloqueo, como tampoco el desastroso resultado de las décadas de violencia fratricida desatadas por las guerrillas que ensangrentaron a numerosas naciones sudamericanas y africanas.

Desde mis actuales setenta y siete años, sobreviviente de la época oscura y los sueños truncos que me convirtieron en una herramienta del castrismo, sigo rumiando la experiencia más importante de mi vida –cuyos detalles narré en el 2013[i] –, iniciada hace más de medio siglo, cuando el jefe guerrillero boliviano Inti Peredo me ordenó viajar a Cuba con el chapaco Adrián:

“Juntos subimos a un avión por primera vez en la vida, pero el sentimiento de haber llegado a la cima del mundo no era producto del vuelo, sino del vuelco de la fortuna que de la noche a la mañana nos catapultaba hacia el corazón de la aventura revolucionaria. En Lima sacamos nuestros pasajes a París, y en los primeros días de septiembre de 1968, recién llegados a la mítica ciudad, nos encontramos con el agregado cultural de la embajada cubana, quien nos dio el dinero necesario para el vuelo entre Copenhague y Moscú y las contraseñas y contactos de rigor. Los cuatro o cinco días que permanecimos en un pequeño hotel de la rue Saint André des Arts los empleamos en caminar la ciudad de punta a punta, guiados por los grandes planos que nunca faltaban en las entradas del Metro, emocionados y felices ante los nombres de los monumentos, lugares y calles de París que nunca habíamos soñado conocer, y que nos sonaban como un premio a nuestra crucial decisión. El Louvre, Montmartre, los puentes del Sena, la torre Eiffel y otros sitios legendarios nos confirmaban nuestro acierto de apostarlo todo a la lucha revolucionaria. En lugar de seguir el camino incierto y oscuro de la vida pasada, nos acariciaba el corazón la certeza de habernos convertido en protagonistas de la Historia. Pese a la resistencia de la razón y sus cálculos de probabilidades, la ilusión de emular las conquistas revolucionarias de los héroes cubanos florecía en nuestras entrañas como un excitante derrame de adrenalina. Unos días después, el vuelo de Cubana de Aviación nos dejó en el aeropuerto de La Habana, donde fuimos recibidos por Lino y Trujillo, dos miembros de los servicios de seguridad que junto a Renán y otros más se convertirían en nuestros asistentes y vigilantes permanentes durante los meses que permanecimos en la isla. Después de un breve interrogatorio, nos trasladaron a una gran casa del barrio de Marianao, donde ya se alojaban unos diez chilenos y bolivianos tan jóvenes como nosotros, varios de ellos reclutados cuando estudiaban en la Universidad de La Plata, y tan encandilados como nosotros por la perspectiva de convertirnos en valientes guerrilleros. (…) Durante mucho tiempo me había acostumbrado a la idea de que los sufrimientos y las privaciones materiales eran el estado natural de los revolucionarios, y me había preparado para vivir con ellos, pero nunca había imaginado que la lucha por una sociedad mejor me llevaría a pasear por las calles de Lima, París, Copenhague y Moscú con un buen fajo de dólares en el bolsillo, o a disfrutar del espectáculo y las copas en el último piso del hotel Habana Libre, como un turista de lujo, sin tener que trabajar y sin ninguna preocupación de orden material, porque nos cobijaba el belicoso internacionalismo del gobierno cubano”.

La revolución cubana y el naufragio de las ideas redentoras

Luego de regresar a La Paz en junio de 1969 nos encontramos en medio de una situación totalmente inesperada: con Inti Peredo próximo a ser atrapado y asesinado en el centro de la ciudad y el gobierno cubano jaqueado por las exigencias del régimen soviético, cuya asistencia económica aseguraba la supervivencia de la ruinosa economía cubana, el castrismo había decidido suspender el suministro de armas y dinero y la participación en la inminente guerrilla de los jefes militares Pombo y Benigno, sobrevivientes de la campaña del Che y junto con Inti jefes naturales de nuestro inexperto batallón juvenil.

En esas condiciones, el ingreso al monte para reiniciar las hostilidades contra el ejército boliviano se presentaba como un insensato y seguro suicidio, pero la tardía incorporación de varios líderes universitarios, más algunos jóvenes de apellidos ilustres, persuadió a Chato Peredo, hermano menor de Inti y heredero del mando, la loca esperanza de que por el solo hecho de ingresar al monte y anunciar la continuación de la lucha sería llevado en andas hasta la Plaza Murillo, y que ante esa situación el gobierno se vería obligado a entregarle el poder.

El trágico epílogo de esa historia perdida en el olvido fue la muerte por inanición o fusilamiento, después de tres meses de deambular por el monte extenuados y hambrientos, de cincuenta y nueve jóvenes voluntarios mayoritariamente chilenos, bolivianos y argentinos, que ambicionaban “recibirse de hombres”, según la fórmula del Che Guevara, y conquistar los laureles de la gloria guerrera.

“Así terminó la trágica aventura de Teoponte, una secuela más de la demencial furia ideológica que barrió el continente, promovida y organizada por el megalómano dictador cubano Fidel Castro y antecesora de otros episodios suicidas y criminales que ensangrentaron la Argentina, como el foco guerrillero de Tucumán y los asaltos a los cuarteles de Monte Chingolo, Formosa y La Tablada”.

Bajo el peso de esas lejanas experiencias, me habitué a mirar con pena y resignación el ciego egocentrismo de una juventud incapaz de percibir que los propósitos desinteresados y presuntamente altruistas no tienen existencia real; oculto bajo el paraguas de la lucha por la libertad, la solidaridad con el sufrimiento de los pobres o la victimización nacionalista, el motor que alimentó a los muchos grupos armados sudamericanos y a los jóvenes europeos encandilados por ISIS y ETA nace, en realidad, en sentimientos tan egoístas como el horror al anonimato y la desmesurada ambición de reconocimiento y de gloria, cuya expresión más trágica reside en el camino de crimen y martirio asumido por los jóvenes voluntarios de todas las guerras.

Lo peor de esa tendencia juvenil al autoengaño, funcional al engaño deliberado de los falsos salvadores, es que contribuye a fortalecer los utópicos y falaces proyectos de redención y purificación social, incompatibles con las limitaciones y fallas insanables de la condición humana, y cuyo desenlace más probable es el encumbramiento de nuevos dictadores.

Dicho de otra manera, creo que sesenta y dos años después de su nacimiento, una duración cercana a la del socialismo soviético, la gran enseñanza de la revolución cubana reside en el peligroso poder de las ideas redentoras y en la superioridad de las sociedades democráticas, regidas por la sabia ley de la alternancia, el respeto de la libertad, los constantes ajustes y rectificaciones y la certeza de que los paraísos sociales son un inalcanzable espejismo.



[i] “Furia ideológica y violencia en la Argentina de los 70”, ed. Paidós-Ariel, 2013.

 

Daniel Perez
Daniel Perez
Se desempeñó durante cuarenta años como diseñador, colaborador periodístico y director de arte en numerosos diarios y publicaciones de Buenos Aires. Es pintor y autor de ensayos críticos sobre cuestiones artísticas en libros y publicaciones especializadas. Fue compañero de trabajo de Daniel Muchnik (1941-2021) en las redacciones de Clarín y La Opinión, con quien escribió el libro "Furia ideológica y violencia en la Argentina de los 70" (Ariel, 2013).
 
 
 

 
 
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