Prensa
Angustiante y revelador testimonio de un turista argentino en Cuba
En ese momento, admiré aún más a los que padecen eso casi a diario. Y agradecí por lo que hemos conseguido en la Argentina, perfectible pero inmensamente más justo que aquel esquema en que no hay matices, en donde los blogueros, periodistas independientes, activistas religiosos y escritores son ''elementos antirrevoluciarios'' antes que personas. Donde los derechos y la dignidad chocan contra el muro de una ideología hecha credo.
Fuente: La Nación (Argentina)
Por Tristán Rodríguez Loredo | Para LA NACION
Amargos recuerdos de La Habana
Empiezo por el final. Llegamos con Marcela, mi esposa, al aeropuerto José Martí en un viejo taxi, remedo de la era pre-revolución. Sistema económico, pero sobre todo mucho más amigable, que permite internarse en las penurias y amabilidades de la gente de a pie. Artesanos-mecánicos-negociantes, los taxistas "particulares" de Cuba saben lo que es ganarse el peso (pero convertible) día a día. Cada cual viene con su historia a cuestas: hijos esparcidos, emigraciones esperadas, artimañas para vencer la burocracia que planifica mal y ejecuta peor. Pero que siempre deja huecos por donde unos hacen pingües negocios y los más realistas "resuelven" su situación personal.
Luego del check-in de rigor pagamos los 25 pesos cubanos convertibles (CUC) como tasa de embarque cada uno y tuvimos que esperar a que las casetas de migraciones estuvieran habilitadas. Algo pasaba: un cambio de turno o algo así que retrasaba todo. Con mi mujer estábamos primeros en la final, así que cuando nos acercamos, cada uno a un puesto, nos sucedió lo mismo: nos hicieron retroceder y esperar a que llamaran a un policía. Algo raro vi en la pantalla de la PC de la agente de Migraciones: una banda roja con un R2 o algo así bien visible. Nos dejaron pasar, colocar el equipaje de mano en el escáner para recogerlo luego. En esto estábamos cuando se nos acercó casi amablemente un hombre de mediana edad y risa forzada para decirnos que debíamos acompañarlo para una revisión adicional, quedándose con nuestros pasaportes. Nada especial, al azar nos habían escogido.La mentira duró poco, lo suficiente para dejar a mi mujer esperando en un hall e invitarme a pasar a un despacho con un oficial del ejército (verde oliva con la sola inscripción de Ministerio del Interior) que ni bien me senté, agarró unos papeles y empezó a leerme quién era yo, cuándo había llegado a la isla y hasta con quién me había visto.
"Nosotros tenemos todo registrado acá sobre ésta y sobre la otra visita que hizo en julio del año pasado", reveló. Ese funcionario y otro más jugaban al policía bueno y al malo. A lo largo de la hora larga de conversación, mis preferencias oscilaron entre la rigidez mental del uniformado "malo" a la falsa candidez del teóricamente "bueno", el que facilitaba las cosas para que me pudiera ir rápido.
Eso implicaba ya el reconocimiento por mi parte de que todo esto era un mensaje para los disidentes políticos que yo había visitado. En sus esquemas fui entendiendo que no era concebible que alguien pudiese entrar en su país, visitar lugares, pasear, caminar, hablar con quien le pareciera interesante o simplemente con quien se cruzara azarosamente en su camino. No era concebible que alguien quisiera solamente enriquecer su percepción sobre la Cuba profunda. Sobre la bonhomía de su pueblo y sobre la heroica actitud de personas que con fortaleza, perseverancia y un admirable pacifismo aún creen en un cambio positivo para su país. Más allá o más acá de las contingencias que la biología le vaya imponiendo al círculo gobernante.
También les comenté a mis inquisidores que había oído por primera vez sobre Cuba de boca de dos amigos, Roberto y Rafael Guevara (hoy médico y economista cubanos), sobrinos del Che e hijos de un gran amigo de mi padre. Corría 1967 y en boca de esos dos chicos, su tío era un héroe de historieta que combatía a diestra y siniestra con enemigos salidos de todas partes. Creo que mezclaban las andanzas en la Sierra Maestra de Ernesto con los otros derroteros militares, menos exitosos y menguantes en popularidad, que llevó a cabo en Angola y en Bolivia, donde se encontraba en aquellos años, justo antes de su fusilamiento a manos de la patrulla que lo encontró herido en la selva.
Luego les expliqué a mis inquisidores del aeropuerto que tuve la oportunidad de conocer la cultura y las idiosincrasias cubanas por otros amigos residentes en la Argentina, lo que fue alimentando la ilusión de poder conocer esa tierra. Hasta que la posibilidad se hizo realidad en julio del año pasado.
Allí los militares estallaron:
-¿Cómo puede ser que un argentino, con lazos familiares con el Che, pueda venir acá a hacer todo esto? ¿Cómo puede ser que teniendo la Presidente que tienen y el cariño que le depara el pueblo y el gobierno cubano venga acá a relacionarse con los contrarrevolucionarios?
-Bueno -les expliqué-, el Che murió hace más de 40 años y todo cambia, hay cosas que evolucionan y no necesariamente porque mi padre fuera amigo de su familia tengo que pensar como alguna vez lo hizo el Comandante.
-A ver, señor, usted es muy inteligente -me respondió mientras repasaba mi "foja de servicios" que Inteligencia le había preparado-. Millones de argentinos vienen acá a disfrutar de las playas y las bellezas del país y usted es la excepción que sólo le interesa hablar con esta gente.
Incluso le ayudé a completar la ficha. Casi el ABC de cualquier estudiante de periodismo: googlear a alguien y que salga lo que hace, lo que escribió (en mi caso) y sobre todo las organizaciones para las que colabora o trabaja. El interés de mis interlocutores estaba en el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal), donde les comenté que escribía análisis económicos, moderaba charlas y daba clases de vez en cuando. Empecé, con éxito relativo, mi explicación:
-Bueno, no venimos a hacer el turismo del gringo, que viene a La Habana Vieja, va a bailar salsa, pasa por Varadero y flota por todo esto. Nuestra forma de visitar es caminar, andar en guaguas (autobuses), taxis, comer en los paladares (restaurantes caseros) o en la calle. En fin, charlar con la gente, ver qué le pasa, qué la moviliza. Y eso incluye también a quienes ustedes juzgan como enemigos.
-Nosotros no tenemos enemigos -me espetó el coronel-. Esta gente es enemiga de la Revolución.
Fue en ese momento que el policía "bueno" me preguntó si yo hacía lo mismo en todos los lugares adonde iba. "Claro -le conté-. En todos los lugares adonde voy, me interno, hablo con la gente, entro en un supermercado, voy a un colegio o una universidad, subo a un autobús. En fin, trato de huir del rebaño, como acá." Fracaso, mis interlocutores sólo estaban preocupados por mis conversaciones "políticas" y me empezaron a interrogar, blandiendo mi pasaporte que hasta entonces yacía, junto con el de mi mujer, sobre su escritorio.
-A ver, usted estuvo en los Estados Unidos recientemente, ¿no? ¿Estuvo allí con los indignados?
-Por supuesto, estuve allí en la plaza donde acampaban esas 100 personas, justo frente adonde estaban las Torres Gemelas.
-¡No me interesan las Torres Gemelas! ¿Quién es el jefe de ellos? ¿Usted estuvo con él? ¿Qué decían?
-Ni idea. No sé quién es el jefe. Estuve con ellos, conversando, viendo. Siempre hago eso.
-¿Y cuando estuvo en otros lugares también?
-Bueno, estuve en España viviendo. También estuve en Francia y en Uruguay. Y siempre hablé con gente, fuera de una ideología o de otra. En Francia gobernaba el Partido Socialista y mis interlocutores simpatizaban con ellos. Pero no quiere decir nada?
-Entonces Francia tiene más suerte que nosotros porque allí habló con los partidarios del gobierno y acá sólo con los de la oposición.
-Mire, yo hablo con la gente que me interesa sin preguntar si están o no con el gobierno.
-¿Y a usted qué le parecería si nosotros fuéramos a su país a entrometernos en sus asuntos internos?
-Cualquiera viene a la Argentina y habla con quien le parece. No hay problemas con eso?.
-¿Seguro que usted no hacía eso en la época de la dictadura? Terminaba muerto.
-En aquella época estaba en el colegio, pero luego en la universidad sí, hablé con gente de la oposición. ¿Por qué no?
-Bueno, acá toda su actividad fue visitar a estas diez personas -dijo-. Y empezó a recitar el listado completo de los hombres y mujeres con los que yo efectivamente había hablado. Puedo decirle dónde se hospedó y qué hizo. Sabemos todo. Sólo queremos que coopere diciéndonos qué trajo de la Argentina, con qué órdenes vino y a quién le dio dichas instrucciones. ¿Trajo algo para alguno de ellos?
En ese momento recordé que el hall del hotel estaba siempre plagado de policías y fisgones.
-Le traje tres libros de matemáticas a una persona. Eran para su sobrino.
-¿Y dónde los compró? ¿Quién se los dio?
-Los compré en la feria de usados. Son los de Análisis Matemática de Rey Pastor. En ese momento comprendí que esa obra ya estaba en el curioso Index castrista.
Negué la teoría de una misión, confirmé mis conversaciones con esa gente y alegué que si hubiera querido mantener ocultos aquellos encuentros no los habría tenido en el hotel o en lugares públicos. No hubo caso, mi lógica deductiva se estrellaba con el objetivo de esos policías. Quería que delatara quién me había enviado y para qué. Luego se interesaron por la temática de mis conversaciones.
-De qué hablaban.
-Sobre todo los escuché. Presté atención a sus problemas, sus dificultades, sus inquietudes.
Y compelido a relatar mis áreas de interés, no dudé: la economía cubana, por mi formación. También la educación y la juventud: al fin y al cabo los jóvenes son mis alumnos y me gusta oírlos y palpar sus ilusiones (o frustraciones). También hablamos sobre religión y sobre la sociedad (allí mandan mis estudios en Sociología).
Desalentado, el coronel me recordó que no estaba diciendo la verdad. O toda ella. Y que por eso habría consecuencias extremas de índole penal y migratoria que su gobierno tomaría conmigo. Y que le cursaría aviso a nuestra legación diplomática. En la casi hora que llevábamos "charlando" nunca se me ocurrió llamar a la embajada para ponerla al tanto de aquel peculiar trato. Quizás era lo correcto, pero creo que no hubiera conducido a nada. Mirarían para otro lado y es probable que la actual embajadora quisiera quedar bien son sus jefes antes que ponerse en los sudados zapatos de su ciudadanos.
-Vea -concluyó mostrándome los dos pasaportes-. Nosotros fuimos honestos con usted. Pero no nos dice todo. Nos evade las respuestas. No queremos traer acá a su esposa, a la que usted ha expuesto a esta situación, para que continuemos con ella el interrogatorio.
-Mi esposa es adulta, por lo tanto si la llama, puede venir acá. No tiene nada que ver.
-El gobierno cubano se atribuye el derecho de rechazar o no la permanencia de ciudadanos extranjeros -sentenció-. Usted y su esposa de ahora en más no podrán entrar más en Cuba. Son inadmisibles.
-Qué lástima -confesé-. Una verdadera pena.
-La pena es para nosotros. A usted no le gusta este gobierno y traba relación con los antirrevolucionarios que quieren derrocar a este gobierno.
-Nadie quiere derrocar a nadie. Sólo me da pena porque me gusta su gente, la quiero y por un tiempo no la podré ver.
-Vaya, le daremos los pasaportes.
-¿Me los puede dar ahora?
-En un rato.
Salí al reencuentro de mi mujer, que me esperaba sentada afuera, confiada. A los cinco minutos y ya fuera de ese calabozo inquisidor, salió el policía "bueno", nos acompañó y nos despidió en la puerta de embarque. Nos quiso convencer que había sido una entrevista de rutina. No le di la mano para no delatar mi transpiración, pero también para seguir marcando las diferencias con los dueños de la verdad, la vida y la libertad de las personas. En ese momento, admiré aún más a los que padecen eso casi a diario. Y agradecí por lo que hemos conseguido en la Argentina, perfectible pero inmensamente más justo que aquel esquema en que no hay matices, en donde los blogueros, periodistas independientes, activistas religiosos y escritores son "elementos antirrevoluciarios" antes que personas. Donde los derechos y la dignidad chocan contra el muro de una ideología hecha credo. © La Nacion
Por Tristán Rodríguez Loredo
El autor es periodista especializado en información económica; es profesor de Empresa Informativa y Etica Periodística en las universidades Católica Argentina y Austral.
La Nación (Argentina)
Por Tristán Rodríguez Loredo | Para LA NACION
Amargos recuerdos de La Habana
Empiezo por el final. Llegamos con Marcela, mi esposa, al aeropuerto José Martí en un viejo taxi, remedo de la era pre-revolución. Sistema económico, pero sobre todo mucho más amigable, que permite internarse en las penurias y amabilidades de la gente de a pie. Artesanos-mecánicos-negociantes, los taxistas "particulares" de Cuba saben lo que es ganarse el peso (pero convertible) día a día. Cada cual viene con su historia a cuestas: hijos esparcidos, emigraciones esperadas, artimañas para vencer la burocracia que planifica mal y ejecuta peor. Pero que siempre deja huecos por donde unos hacen pingües negocios y los más realistas "resuelven" su situación personal.
Luego del check-in de rigor pagamos los 25 pesos cubanos convertibles (CUC) como tasa de embarque cada uno y tuvimos que esperar a que las casetas de migraciones estuvieran habilitadas. Algo pasaba: un cambio de turno o algo así que retrasaba todo. Con mi mujer estábamos primeros en la final, así que cuando nos acercamos, cada uno a un puesto, nos sucedió lo mismo: nos hicieron retroceder y esperar a que llamaran a un policía. Algo raro vi en la pantalla de la PC de la agente de Migraciones: una banda roja con un R2 o algo así bien visible. Nos dejaron pasar, colocar el equipaje de mano en el escáner para recogerlo luego. En esto estábamos cuando se nos acercó casi amablemente un hombre de mediana edad y risa forzada para decirnos que debíamos acompañarlo para una revisión adicional, quedándose con nuestros pasaportes. Nada especial, al azar nos habían escogido.La mentira duró poco, lo suficiente para dejar a mi mujer esperando en un hall e invitarme a pasar a un despacho con un oficial del ejército (verde oliva con la sola inscripción de Ministerio del Interior) que ni bien me senté, agarró unos papeles y empezó a leerme quién era yo, cuándo había llegado a la isla y hasta con quién me había visto.
"Nosotros tenemos todo registrado acá sobre ésta y sobre la otra visita que hizo en julio del año pasado", reveló. Ese funcionario y otro más jugaban al policía bueno y al malo. A lo largo de la hora larga de conversación, mis preferencias oscilaron entre la rigidez mental del uniformado "malo" a la falsa candidez del teóricamente "bueno", el que facilitaba las cosas para que me pudiera ir rápido.
Eso implicaba ya el reconocimiento por mi parte de que todo esto era un mensaje para los disidentes políticos que yo había visitado. En sus esquemas fui entendiendo que no era concebible que alguien pudiese entrar en su país, visitar lugares, pasear, caminar, hablar con quien le pareciera interesante o simplemente con quien se cruzara azarosamente en su camino. No era concebible que alguien quisiera solamente enriquecer su percepción sobre la Cuba profunda. Sobre la bonhomía de su pueblo y sobre la heroica actitud de personas que con fortaleza, perseverancia y un admirable pacifismo aún creen en un cambio positivo para su país. Más allá o más acá de las contingencias que la biología le vaya imponiendo al círculo gobernante.
También les comenté a mis inquisidores que había oído por primera vez sobre Cuba de boca de dos amigos, Roberto y Rafael Guevara (hoy médico y economista cubanos), sobrinos del Che e hijos de un gran amigo de mi padre. Corría 1967 y en boca de esos dos chicos, su tío era un héroe de historieta que combatía a diestra y siniestra con enemigos salidos de todas partes. Creo que mezclaban las andanzas en la Sierra Maestra de Ernesto con los otros derroteros militares, menos exitosos y menguantes en popularidad, que llevó a cabo en Angola y en Bolivia, donde se encontraba en aquellos años, justo antes de su fusilamiento a manos de la patrulla que lo encontró herido en la selva.
Luego les expliqué a mis inquisidores del aeropuerto que tuve la oportunidad de conocer la cultura y las idiosincrasias cubanas por otros amigos residentes en la Argentina, lo que fue alimentando la ilusión de poder conocer esa tierra. Hasta que la posibilidad se hizo realidad en julio del año pasado.
Allí los militares estallaron:
-¿Cómo puede ser que un argentino, con lazos familiares con el Che, pueda venir acá a hacer todo esto? ¿Cómo puede ser que teniendo la Presidente que tienen y el cariño que le depara el pueblo y el gobierno cubano venga acá a relacionarse con los contrarrevolucionarios?
-Bueno -les expliqué-, el Che murió hace más de 40 años y todo cambia, hay cosas que evolucionan y no necesariamente porque mi padre fuera amigo de su familia tengo que pensar como alguna vez lo hizo el Comandante.
-A ver, señor, usted es muy inteligente -me respondió mientras repasaba mi "foja de servicios" que Inteligencia le había preparado-. Millones de argentinos vienen acá a disfrutar de las playas y las bellezas del país y usted es la excepción que sólo le interesa hablar con esta gente.
Incluso le ayudé a completar la ficha. Casi el ABC de cualquier estudiante de periodismo: googlear a alguien y que salga lo que hace, lo que escribió (en mi caso) y sobre todo las organizaciones para las que colabora o trabaja. El interés de mis interlocutores estaba en el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal), donde les comenté que escribía análisis económicos, moderaba charlas y daba clases de vez en cuando. Empecé, con éxito relativo, mi explicación:
-Bueno, no venimos a hacer el turismo del gringo, que viene a La Habana Vieja, va a bailar salsa, pasa por Varadero y flota por todo esto. Nuestra forma de visitar es caminar, andar en guaguas (autobuses), taxis, comer en los paladares (restaurantes caseros) o en la calle. En fin, charlar con la gente, ver qué le pasa, qué la moviliza. Y eso incluye también a quienes ustedes juzgan como enemigos.
-Nosotros no tenemos enemigos -me espetó el coronel-. Esta gente es enemiga de la Revolución.
Fue en ese momento que el policía "bueno" me preguntó si yo hacía lo mismo en todos los lugares adonde iba. "Claro -le conté-. En todos los lugares adonde voy, me interno, hablo con la gente, entro en un supermercado, voy a un colegio o una universidad, subo a un autobús. En fin, trato de huir del rebaño, como acá." Fracaso, mis interlocutores sólo estaban preocupados por mis conversaciones "políticas" y me empezaron a interrogar, blandiendo mi pasaporte que hasta entonces yacía, junto con el de mi mujer, sobre su escritorio.
-A ver, usted estuvo en los Estados Unidos recientemente, ¿no? ¿Estuvo allí con los indignados?
-Por supuesto, estuve allí en la plaza donde acampaban esas 100 personas, justo frente adonde estaban las Torres Gemelas.
-¡No me interesan las Torres Gemelas! ¿Quién es el jefe de ellos? ¿Usted estuvo con él? ¿Qué decían?
-Ni idea. No sé quién es el jefe. Estuve con ellos, conversando, viendo. Siempre hago eso.
-¿Y cuando estuvo en otros lugares también?
-Bueno, estuve en España viviendo. También estuve en Francia y en Uruguay. Y siempre hablé con gente, fuera de una ideología o de otra. En Francia gobernaba el Partido Socialista y mis interlocutores simpatizaban con ellos. Pero no quiere decir nada?
-Entonces Francia tiene más suerte que nosotros porque allí habló con los partidarios del gobierno y acá sólo con los de la oposición.
-Mire, yo hablo con la gente que me interesa sin preguntar si están o no con el gobierno.
-¿Y a usted qué le parecería si nosotros fuéramos a su país a entrometernos en sus asuntos internos?
-Cualquiera viene a la Argentina y habla con quien le parece. No hay problemas con eso?.
-¿Seguro que usted no hacía eso en la época de la dictadura? Terminaba muerto.
-En aquella época estaba en el colegio, pero luego en la universidad sí, hablé con gente de la oposición. ¿Por qué no?
-Bueno, acá toda su actividad fue visitar a estas diez personas -dijo-. Y empezó a recitar el listado completo de los hombres y mujeres con los que yo efectivamente había hablado. Puedo decirle dónde se hospedó y qué hizo. Sabemos todo. Sólo queremos que coopere diciéndonos qué trajo de la Argentina, con qué órdenes vino y a quién le dio dichas instrucciones. ¿Trajo algo para alguno de ellos?
En ese momento recordé que el hall del hotel estaba siempre plagado de policías y fisgones.
-Le traje tres libros de matemáticas a una persona. Eran para su sobrino.
-¿Y dónde los compró? ¿Quién se los dio?
-Los compré en la feria de usados. Son los de Análisis Matemática de Rey Pastor. En ese momento comprendí que esa obra ya estaba en el curioso Index castrista.
Negué la teoría de una misión, confirmé mis conversaciones con esa gente y alegué que si hubiera querido mantener ocultos aquellos encuentros no los habría tenido en el hotel o en lugares públicos. No hubo caso, mi lógica deductiva se estrellaba con el objetivo de esos policías. Quería que delatara quién me había enviado y para qué. Luego se interesaron por la temática de mis conversaciones.
-De qué hablaban.
-Sobre todo los escuché. Presté atención a sus problemas, sus dificultades, sus inquietudes.
Y compelido a relatar mis áreas de interés, no dudé: la economía cubana, por mi formación. También la educación y la juventud: al fin y al cabo los jóvenes son mis alumnos y me gusta oírlos y palpar sus ilusiones (o frustraciones). También hablamos sobre religión y sobre la sociedad (allí mandan mis estudios en Sociología).
Desalentado, el coronel me recordó que no estaba diciendo la verdad. O toda ella. Y que por eso habría consecuencias extremas de índole penal y migratoria que su gobierno tomaría conmigo. Y que le cursaría aviso a nuestra legación diplomática. En la casi hora que llevábamos "charlando" nunca se me ocurrió llamar a la embajada para ponerla al tanto de aquel peculiar trato. Quizás era lo correcto, pero creo que no hubiera conducido a nada. Mirarían para otro lado y es probable que la actual embajadora quisiera quedar bien son sus jefes antes que ponerse en los sudados zapatos de su ciudadanos.
-Vea -concluyó mostrándome los dos pasaportes-. Nosotros fuimos honestos con usted. Pero no nos dice todo. Nos evade las respuestas. No queremos traer acá a su esposa, a la que usted ha expuesto a esta situación, para que continuemos con ella el interrogatorio.
-Mi esposa es adulta, por lo tanto si la llama, puede venir acá. No tiene nada que ver.
-El gobierno cubano se atribuye el derecho de rechazar o no la permanencia de ciudadanos extranjeros -sentenció-. Usted y su esposa de ahora en más no podrán entrar más en Cuba. Son inadmisibles.
-Qué lástima -confesé-. Una verdadera pena.
-La pena es para nosotros. A usted no le gusta este gobierno y traba relación con los antirrevolucionarios que quieren derrocar a este gobierno.
-Nadie quiere derrocar a nadie. Sólo me da pena porque me gusta su gente, la quiero y por un tiempo no la podré ver.
-Vaya, le daremos los pasaportes.
-¿Me los puede dar ahora?
-En un rato.
Salí al reencuentro de mi mujer, que me esperaba sentada afuera, confiada. A los cinco minutos y ya fuera de ese calabozo inquisidor, salió el policía "bueno", nos acompañó y nos despidió en la puerta de embarque. Nos quiso convencer que había sido una entrevista de rutina. No le di la mano para no delatar mi transpiración, pero también para seguir marcando las diferencias con los dueños de la verdad, la vida y la libertad de las personas. En ese momento, admiré aún más a los que padecen eso casi a diario. Y agradecí por lo que hemos conseguido en la Argentina, perfectible pero inmensamente más justo que aquel esquema en que no hay matices, en donde los blogueros, periodistas independientes, activistas religiosos y escritores son "elementos antirrevoluciarios" antes que personas. Donde los derechos y la dignidad chocan contra el muro de una ideología hecha credo. © La Nacion
Por Tristán Rodríguez Loredo
El autor es periodista especializado en información económica; es profesor de Empresa Informativa y Etica Periodística en las universidades Católica Argentina y Austral.